viernes, 5 de agosto de 2011

Thomas Mann y su montaña mágica

 

El universo narrativo de Thomas Mann siempre fue atractivo para aquellos lectores delirantes que se alimentan a diario de cuanta página escrita le caiga en sus manos;  éstos suelen enloquecer por consideraciones sobre estética, música, política y religión. Pero también estoy convencido que tiene muchos seguidores dentro de esa tipología de lectores cuya única patria son los libros. Ellos tendrán en su  memoria algún fragmento de La muerte en Venecia (1912) que les hizo recordar una circunstancia de su vida; una reflexión de un personaje de La montaña mágica (1924) que les produjo miedo y temblor con sólo pensar en la indiscutible tragedia del ser humano que es ver y sentir su cuerpo envejecer; unas centellantes líneas del Doctor Fausto (1947) cuya semántica les motivó a meditar sobre el bien y el mal; o una sentencia de El elegido (1951) que les llevó a conjeturar que la metafísica es un elemento de la literatura fantástica.
Quizás La montaña mágica sea una de las novelas más conocidas  ya que ha sido analizada desde el punto de vista del tiempo hasta el simbólico, incluso ha sido llevada al cine; ignoro si la película tuvo éxito o no. La montaña mágica es para mi gusto demasiado larga (1005 páginas repartidas en dos volúmenes, Círculo de Lectores); sin embargo, reconozco que dentro del corpus de lectores hay un submundo de leedores que suspiran por esas casi infinitas sucesiones de palabras con el vacío argumento “allí hay de todo.” Conozco a un lector, cuya amistad me honra, que su targets son los libros de historia, política exterior y alguno que otro sobre el destino de la humanidad; cuando leyó la novela de Mann en una edición vieja y descolorida con una letra torturante quedó complacido.
Al iniciar la lectura de La montaña mágica nos abruma la impresión de que es una novela sobre el deterioro físico y la muerte, apenas hemos avanzado unas cuantas páginas esa impresión se nos vuelve certeza. El hecho de que un centro de rehabilitación se encuentre ubicado en un paraje de cierta altura (elemento de la cultura alemana) nos hace pensar que los personajes que se hospedan allí están en un limbo como esperando el último llamado. Las consideraciones sobre el tiempo que hace el narrador de La montaña mágica tiene en estos tiempos un sabor agrio, sobre la música... bueno, ya ustedes saben lo que los alemanes han logrado en la música. Las páginas que describen una sesión espiritista es débil, Sir Arthur Connan Doyle nos hubiera dado una escena con más profundidad psicológica y aire inglés de misterio. Sólo el genio de Mann le da un grave interés. Casi la mayoría de los personajes de La montaña mágica tienen sus quince minutos de fama. Como rostros de una misma moneda Hans Castorp y Settembrini proyectan sus sombras a lo largo de toda la novela y esto hace que la narración gire en torno a ellos, los demás son simples actores que esperan su actuación para mostrar su degradación física o moral. Incluso el suicidio de Naphta me pareció insensato. Presumo que Thomas Mann pensó en darle más vida pero esto lo llevaría a escribir mil páginas más para justificar dicho suicidio. El amor en La montaña mágica es como una mariposa negra que se posa en los labios de un moribundo. Entre Hans Castorp y Clawdia Chauchat lo que hay es una simple morisqueta del amor. Si Nietzsche hubiera sido novelista, es muy probable que escribiera La montaña mágica en no más de ciento cincuenta páginas duras y soberbias en contra de la decadencia física del ser humano.  .