Medito
sobre vastos momentos sin sentido.
Mi
memoria es una sucesión
De
amaneceres y ocasos,
Ofrendas
y danzas, palabras y miradas.
Hubo un
día, un altísimo y profundo día,
En que la
alegría se hizo presente
Con su
divina energía en tu corazón y el mío,
Dándole
vida a nuestras existencias asfixiadas
En negras
horas,
Inexplicables
ausencias y oxidadas vigilias.
La
liturgia de las ofrendas
Me develó
un dolor que sentías
Entre los
límites del ser y la nada.
Escuché sonidos
de tu pensamiento llenos
De “te
quiero”,
Tu ternura
llenó los vacíos
De mi
sábados sin ti,
Sábados con
sabor a sándalo amargo,
Y tus caricias me hicieron creer
Que la
gloria y la dicha estaban en tus brazos.
En esa
zona sagrada del universo
Que es el
reino que hemos levantado
A fuerza
de comernos una montaña de sal,
Ejecutaste
esa danza que solo una dama
Llena de
hastío sabe bailar
En la
metáfora de un bardo enamorado.
No
fuiste Ishtar dejando velo o alhaja
En cada una de las siete
Puertas
del infierno para conquistar
El poder
sobre la vida y la muerte
Y darle
vitalidad a su Tamuz, ungido
Sátiro
decadente ya en los umbrales de la noche.
No
percibí en ti a una Salomé
Con el furioso
ritmo
De su
vientre de fuego,
Atormentada
por la voz del profeta
Y
pidiendo como pago
Un juego
de decapitaciones.
No
hiciste las veces de Mata Hari
Danzarina,
espía y sacrificada,
Cuyo oscuro
final aún produce escozor en algunas
Páginas de
las memorias de los galos.
En el acento
de tus caderas no había nada
De un
personaje de Wilde,
Inventor
de la danza de los siete velos.
Pero
danzando en mis brazos,
En ti
convergieron todos los ritmos
De los
cuerpos celestes, el mar, las estaciones
La vida y
la música. La urdimbre celeste y
Plural
del destino, a veces, ejecuta su danza como
Una
ceremonia del adiós.
11 de
mayo de 2014
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