Un incendio redujo a cenizas la biblioteca de Alejandría. Según dicen, allí estaba almacenado todo lo que se había escrito en la antigüedad. No es una hipérbole pensar que la filosofía, la literatura y la ciencia hubieran alcanzado desarrollos más tempranos y hoy estuviéramos viviendo una de las pesadillas que escribieron Huxley, Orwell o Wells. Con el tiempo, el hombre ha ido construyendo bibliotecas públicas y privadas respondiendo al arquetipo de ordenar al universo. Oscar Wilde en De Profundis, dice que la peor tragedia del hombre de letras es perder su biblioteca. Ray Brdbury nos señala en Fahrenheit 45 que en un mundo, no muy diferente al nuestro, existe un cuerpo de bomberos encargado de incinerar a los libros. Umberto Ecco, constructor de áridas teorías sobre el lenguaje, nos introduce en la Italia del siglo XVIII para hacernos vivir una fascinante historia de monjes, bibliotecas y asesinatos. Borges, el argentino genial extraviado en la metafísica, nos dejó para la posteridad La biblioteca de Babel. El poeta Eugenio Montejo, más cercano a nosotros y no menos genial, me contó una delirante historia sobre su experiencia en la biblioteca Folger’s Shakespeare. Tengo la sospecha que alguno de los autores que he citado ha dejado un vacío discursivo, un quiebre semántico, en alguna de sus anécdotas u obras sobre el afán de atesorar libros. En uno de esos intersticios ocurre la historia de Ángel “La Muerte”, un jovencito que no tuvo otra pasión que los libros.
El Apéndice a las Crónica de la Bahía, es un fragmento de la vida existencial de Ángel “La Muerte”. Es obvio que no pertenece a la escritura de la Maga Serveliana. Es una historia tardía que algún copista introdujo en el texto de las corónicas. Al comienzo imaginamos a este personaje en su actividad afiebrada de coleccionar comics. Seguimos leyendo y nos enteramos que hubo un tiempo en que su madre le decía que tanto papel amontonado lo que atraía eran cucarachas, mordijullos, ciempiés y polillas. Llegó un momento en que sólo había espacio para la pequeña cama de metal donde dormía. Un día, Ángel “La Muerte” comenzó a sacar bolsas repletas de comics que fue apilando en el patio de la casa. Al anochecer, una fogata alzó sus dedos de fuego hacia las estrellas. Nuestro personaje había descubierto las novelitas de vaqueros, policiales y los tomos en sepia que ilustraban las andanzas de un fulano enmascarado de plata. Las praderas llenas de bandoleros del far west, las cantinas sórdidas y los duelos entre pistoleros fueron imágenes constantes en sus insomnios. Cansado de cabalgar con Rocky Lane, H’opalong Cassidy, Roy Rogeres, Geny Autry y Durango Kid; brincó al mundo de espías, agentes secretos, detectives y afines. Pronto se creyó un agente secreto liberando a inocentes y perversas mujeres de personajes siniestros, un investigador privado caminando ebrio por la bahía a las diez de la mañana. Luego derivó sus lecturas hacia otros ámbitos, desde el día en que Gilberto “El Rata” le regaló tres cajas llenas de las aventuras de un tal enmascarado de plata. Coleccionó revistas de fisioculturismo y las de lucha libre no se hicieron esperar. Una tarde de sordo rumor en la bahía, cortó un pedazo de lona a la que untó una sustancia gris que él creyó plateada cuando las estrellas aparecieron al caer la noche. ¡Señoras y Señores! Aquí está el único, el sin par defensor de los pobres y la justicia. Fanfarrias y aplausos, se imaginaba. Este sueño delirante duró hasta el día en que tirado en una cama con el cuerpo magullado, producto de una audacia imperecedera en las crónicas de la bahía, recordó la calurosa noche en que hubo una rebelión de peces en el mar. Cubierto el rostro con su máscara plateada salió en busca de una aventurilla que le hiciera ganar fama. Por una de esas calles solitarias de la bahía caminó envuelto en las sombras tropezándose a los pocos minutos con la guardia nocturna. Él creyó que al frente tenía a las plagas de Egipto, a los jinetes del Apocalipsis o cualquier otra simbología del mal que su imaginación le daba forma y contenido. Lo molieron a palo sin piedad. Afrontó con estoicismo el precio de su osadía. Pasó días y noches encerrado en su cuarto ordenando y desordenando su biblioteca de luchadores justicieros, pistoleros, agentes secretos y afines. Hizo ordenaciones a contracorriente. Una vez se le ocurrió ordenarla por argumentos, pero se dio cuenta que en el fondo eran los mismos, decidió hacerla por aproximaciones argumentales; entonces la biblioteca se vio como una progresión geométrica. Restablecida la salud se dedicó a registrar viejos armarios, baúles abandonados, maletas destrozadas buscando elementos que le hicieran aplacar la voracidad de su imaginación. Ángel “La Muerte” estaba seguro que había algo más. Los mundos posibles no estaban representados solo en historietas, novelitas de vaqueros, policíacas y aventuras de enmascarados.
Esa tarde el crepúsculo tiñó de sangre la laguna de Los Mártires. Ensimismado en sus pensamientos, Ángel “La Muerte” caminó por el puerto. En la plaza, como siempre, estaba el viejo marinero lanzando sus naipes en el banco de concreto. Siguió hacia el muelle. La balandra Isabel había llegado esa tarde. El centinela lo invitó a la embarcación. Hablaron de tierras remotas y burdeles fantásticos. En el camarote del centinela había una pequeña repisa y allí estaba un librito que contaba la cólera de un personaje amado y odiado por los dioses de una cultura remota. Casi con desgano lo pidió prestado. El marino dijo que no había problema, que podía quedárselo. Ya en su cuarto, Ángel “La Muerte” pasó la noche descubriendo aquel mundo de sacrificios, espadas y sangre. Al amanecer, la piromanía de Ángel “La Muerte” no tuvo límites; quemó cuanta novela de vaqueros y agentes secretos encontró a su paso. Los tomos del plateado enmascarado sufrieron las mismas consecuencias. Su visión de mundo había cambiado de manera profunda y radical.
La venta de libros era escasa en la bahía, pero Ángel “La Muerte” saqueó la pequeña biblioteca de la escuela. Indagó quienes tenían libros en sus casas y luego se las ingenió para pedirlos prestados. Los que cayeron en su poder nunca los devolvió. Pronto tuvo una biblioteca nutrida de novelas (sobre todo de aventuras), también tenía unos tres libros de poesía en donde sobresalía las rimas de un poeta sevillano, una obra que contaba la historia de un fantasma que le pedía venganza a su hijo, un libro de lecciones básicas de filosofía, biografías fantásticas de personajes desconocidos y otros inclasificables. Se podría decir que Ángel “La Muerte” había sido expulsado del paraíso y había entrado al reino de mundos posibles. Su conducta se volvió sospechosa, los vecinos empezaron a notar que Ángel “La Muerte” estaba manejando un discurso que no atinaban a comprender en su totalidad. Sin darse cuenta, nuestro personaje comenzó a estudiar lenguas vivas y muertas. Cuando pudo manejar frases largas las intercalaba de manera cruel en las conversaciones que tenía con sus ocasionales amigos o con cualquiera que se atreviera a cruzar palabras con él. Una noche, al regresar a su casa, encontró una nota mediante la cual se le pedía devolver un libro. No le hizo caso a la solicitud y rompió el papelito. Las notas se hicieron constantes hasta que llegó el momento de verse acosado con amenazas de denuncias ante la prefectura. Ángel “La Muerte” pensó que tenía que urdir un plan con urgencia, ya que no estaba dispuesto a perder la biblioteca que tanto esfuerzo le había costado construir. A veces, lo dominaba el fetichismo. Sentado frente a la biblioteca contemplaba con verdadero deleite los libros, luego detallaba un título, el autor, el argumento o la idea desarrollada en el texto. En sus turbulentas noches de insomnio, pasaba sus manos por los lomos de los libros como si estuviera acariciando el cuerpo desnudo de una mujer. Imaginó construir laberintos de pasadizos subterráneos y poblarlos de libros. Que el vientre de la tierra fuera una infinita red textual. Chorros de palabras saldrían de esas entrañas para inundar al planeta y formar el ojo gigantesco de Dios. Enfocó su atención en buscar la forma de callar las voces que le pedían devolver los libros.
Cierta mañana, dos días después de haber asistido a una cita policial en la prefectura, un rumor de voces lo distrajo de su lectura matinal. Su madre le dijo “Hay gente en la puerta que pregunta por ti.” El temor lo paralizó por momentos, respiró hondo. Fue al encuentro de la turba que reclamaba su presencia. Apenas abrió la puerta, lanzó dos frases arcaicas. “Vade retro Satanás. Noli me tangere.” Las personas retrocedieron un paso, el asombro estaba reflejado en sus caras. Ángel “La Muerte” prometió devolver los libros, pero solicitó tiempo para realizar lo ofrecido. La gente se marchó convencida de que el jovencito cumpliría su palabra. Mientras tanto, él se encerró en su biblioteca-dormitorio; allí caviló sobre la situación. La plebe no comprendía que el lugar natural de los libros eran las bibliotecas. ¿Qué hacen ellos con un solo libro rodando por la sala, las habitaciones y las mesitas de noche? ¡Una biblioteca entera fragmentada en la bahía! Nada, el orden del universo se quedaba allí, encerrado en su cuarto. Una idea que él consideró magistral tomó consistencia en su pensamiento. Esperó el anochecer. Esta vez su arrojo no tuvo límites. Sacó debajo del colchón de su cama la vieja máscara plateada, cortó la sábana, de antigua blancura, para hacerse una capa. Evadiendo las tenues luces de la bahía, se deslizó por los recovecos de las calles hasta llegar al muelle. Oteó hacia la penumbra de la balandra Isabel. Un negro chirrete salió de la boca desdentada del centinela. Ángel “La Muerte” de un salto subió al barco. Con uno de los mecates que había en la proa estranguló al marino, lanzó el cadáver al fondo de la bodega. Pezluna en el cielomar. La bahía estaba en silencio, los habitantes dormían y soñaban con el Señor de los Gatos. Las crónicas de la bahía no señalan, no precisan cuantos viajes hizo esa noche Ángel “La Muerte” de su casa al muelle cargando fardos de libros. Lo que sí indican es lo que dijo el viejo marino que echaba las cartas en el banco de concreto. “Esa madrugadita, yo venía de jugar una partidita de truco en el bar de Vicente “El Tuerto” cuando vi a la balandra Isabel que se alejaba del muelle; luego, todo fue una inmensa llamarada.