domingo, 21 de octubre de 2012

Ángel "La Muerte" (III Crónica)





Un incendio redujo a cenizas la biblioteca de Alejandría. Según dicen, allí estaba almacenado todo lo que se había escrito en la antigüedad. No es una hipérbole pensar que la filosofía, la literatura y la ciencia hubieran alcanzado desarrollos más tempranos y hoy estuviéramos viviendo una de las pesadillas que escribieron Huxley, Orwell o Wells. Con el tiempo, el hombre ha ido construyendo bibliotecas públicas y privadas respondiendo al arquetipo de ordenar al universo. Oscar Wilde en De Profundis, dice que la peor tragedia del hombre de letras es perder su biblioteca. Ray Brdbury nos señala en Fahrenheit 45 que en un mundo, no muy diferente al nuestro, existe un cuerpo de bomberos encargado de incinerar a los libros. Umberto Ecco, constructor de áridas teorías sobre el lenguaje, nos introduce en la Italia del siglo XVIII para hacernos vivir una fascinante historia de monjes, bibliotecas y asesinatos. Borges, el argentino genial extraviado en la metafísica, nos dejó para la posteridad La biblioteca de Babel. El poeta Eugenio Montejo, más cercano a nosotros y no menos genial, me contó una delirante historia sobre su experiencia en la biblioteca Folger’s Shakespeare. Tengo la sospecha que alguno de los autores que he citado ha dejado un vacío discursivo, un quiebre semántico, en alguna de sus anécdotas u obras sobre el afán de atesorar libros. En uno de esos intersticios ocurre la historia de Ángel “La Muerte”, un jovencito que no tuvo otra pasión que los libros.

El Apéndice a las Crónica de la Bahía, es un fragmento de la vida existencial de Ángel “La Muerte”. Es obvio que no pertenece a la escritura de la Maga Serveliana. Es una historia tardía que algún copista introdujo en el texto de las corónicas. Al comienzo imaginamos a este personaje en su actividad afiebrada de  coleccionar comics. Seguimos leyendo y nos enteramos que hubo un tiempo en que su madre le decía que tanto papel amontonado lo que atraía eran cucarachas, mordijullos, ciempiés y polillas. Llegó un momento en que sólo había espacio para la pequeña cama de metal donde dormía. Un día, Ángel “La Muerte” comenzó a sacar bolsas repletas de comics que fue apilando en el patio de la casa. Al anochecer, una fogata alzó sus dedos de fuego hacia las estrellas. Nuestro personaje había descubierto las novelitas de vaqueros, policiales y los tomos en sepia que ilustraban las andanzas de un fulano enmascarado de plata. Las praderas llenas de bandoleros del far west, las cantinas sórdidas y los duelos entre pistoleros fueron imágenes constantes en sus insomnios. Cansado de cabalgar con Rocky Lane, H’opalong Cassidy, Roy Rogeres, Geny Autry y Durango Kid; brincó al mundo de espías, agentes secretos, detectives y afines. Pronto se creyó un agente secreto liberando a inocentes y perversas mujeres de personajes siniestros, un investigador privado caminando ebrio por la bahía a las diez de la mañana. Luego derivó sus lecturas hacia otros ámbitos, desde el día en que Gilberto “El Rata” le regaló tres cajas llenas de las aventuras de un tal enmascarado de plata. Coleccionó revistas de fisioculturismo y las de lucha libre no se hicieron esperar. Una tarde de sordo rumor en la bahía, cortó un pedazo de lona a la que untó una sustancia gris que él creyó plateada cuando las estrellas aparecieron al caer la noche. ¡Señoras y Señores! Aquí está el único, el sin par defensor de los pobres y la justicia. Fanfarrias y aplausos, se imaginaba. Este sueño delirante duró hasta el día en que tirado en una cama con el cuerpo magullado, producto de una audacia imperecedera en las crónicas de la bahía, recordó la calurosa noche en que hubo una rebelión de peces en el mar. Cubierto el rostro con su máscara plateada salió en busca de una aventurilla que le hiciera ganar fama. Por una de esas calles solitarias de la bahía caminó envuelto en las sombras tropezándose a los pocos minutos con la guardia nocturna. Él creyó que al frente tenía a las plagas de Egipto, a los jinetes del Apocalipsis o cualquier otra simbología del mal que su imaginación le daba forma y contenido. Lo molieron a palo sin piedad. Afrontó con estoicismo el precio de su osadía. Pasó días y noches encerrado en su cuarto ordenando y desordenando su biblioteca de luchadores justicieros, pistoleros, agentes secretos y afines. Hizo ordenaciones a contracorriente. Una vez se le ocurrió ordenarla por argumentos, pero se dio cuenta que en el fondo eran los mismos, decidió hacerla por aproximaciones argumentales; entonces la biblioteca se vio como una progresión geométrica. Restablecida la salud se dedicó a registrar viejos armarios, baúles abandonados, maletas destrozadas buscando elementos que le hicieran aplacar la voracidad de su imaginación. Ángel “La Muerte” estaba seguro que había algo más. Los mundos posibles no estaban representados solo en historietas, novelitas de vaqueros, policíacas y aventuras de enmascarados.

Esa tarde el crepúsculo tiñó de sangre la laguna de Los Mártires. Ensimismado en sus pensamientos, Ángel “La Muerte” caminó por el puerto. En la plaza, como siempre, estaba el viejo marinero lanzando sus naipes en el banco de concreto. Siguió hacia el muelle. La balandra Isabel había llegado esa tarde. El centinela lo invitó a la embarcación. Hablaron de tierras remotas y burdeles fantásticos. En el camarote del centinela había una pequeña repisa y allí estaba un librito que contaba la cólera de un personaje amado y odiado por los dioses de una cultura remota. Casi con desgano lo pidió prestado. El marino dijo que no había problema, que podía quedárselo. Ya en su cuarto, Ángel “La Muerte” pasó la noche descubriendo aquel mundo de sacrificios, espadas y sangre. Al amanecer, la piromanía de Ángel “La Muerte” no tuvo límites; quemó cuanta novela de vaqueros y agentes secretos encontró a su paso. Los tomos del plateado enmascarado sufrieron las mismas consecuencias. Su visión de mundo había cambiado de manera profunda y radical.

La venta de libros era escasa en la bahía, pero Ángel “La Muerte” saqueó la pequeña biblioteca de la escuela. Indagó quienes tenían libros en sus casas y luego se las ingenió para pedirlos prestados. Los que cayeron en su poder nunca los devolvió. Pronto tuvo una biblioteca nutrida de novelas (sobre todo de aventuras), también tenía unos tres libros de poesía en donde sobresalía las rimas de un poeta sevillano, una obra que contaba la historia de un fantasma que le pedía venganza a su hijo, un libro de lecciones básicas de filosofía, biografías fantásticas de personajes desconocidos y otros inclasificables. Se podría decir que Ángel “La Muerte” había sido expulsado del paraíso y había entrado al reino de mundos posibles. Su conducta se volvió sospechosa, los  vecinos empezaron a notar que Ángel “La Muerte” estaba manejando un discurso que no atinaban a comprender en su totalidad. Sin darse cuenta, nuestro personaje comenzó a estudiar lenguas vivas y muertas. Cuando pudo manejar frases largas las intercalaba de manera cruel en las conversaciones que tenía con sus ocasionales amigos o con cualquiera que se atreviera a cruzar palabras con él. Una noche, al regresar a su casa, encontró una nota mediante la cual se le pedía devolver un libro. No le hizo caso a la solicitud y rompió el papelito. Las notas se hicieron constantes hasta que llegó el momento de verse acosado con amenazas de denuncias ante la prefectura. Ángel “La Muerte” pensó que tenía que urdir un plan con urgencia, ya que no estaba dispuesto a perder la biblioteca que tanto esfuerzo le había costado construir. A veces, lo dominaba el fetichismo. Sentado frente a la biblioteca contemplaba con verdadero deleite los libros, luego detallaba un título, el autor, el argumento o la idea desarrollada en el texto. En sus turbulentas noches de insomnio, pasaba sus manos por los lomos de los libros como si estuviera acariciando el cuerpo desnudo de una mujer. Imaginó construir laberintos de pasadizos subterráneos y poblarlos de libros. Que el vientre de la tierra fuera una infinita red textual. Chorros de palabras saldrían de esas entrañas para inundar al planeta y formar el ojo gigantesco de Dios. Enfocó su atención en buscar la forma de callar las voces que le pedían devolver los libros.

Cierta mañana, dos días después de haber asistido a una cita policial en la prefectura, un rumor de voces lo distrajo de su lectura matinal. Su madre le dijo “Hay gente en la puerta que pregunta por ti.” El temor lo paralizó por momentos, respiró hondo. Fue al encuentro de la turba que reclamaba su presencia. Apenas abrió la puerta, lanzó dos frases arcaicas. “Vade retro Satanás. Noli me tangere.” Las personas retrocedieron un paso, el asombro estaba reflejado en sus caras. Ángel “La Muerte” prometió devolver los libros, pero solicitó tiempo para realizar lo ofrecido. La gente se marchó convencida de que el jovencito cumpliría su palabra. Mientras tanto, él se encerró en su biblioteca-dormitorio; allí caviló sobre la situación. La plebe no comprendía que el lugar natural de los libros eran las bibliotecas. ¿Qué hacen ellos con un solo libro rodando por la sala, las habitaciones y las mesitas de noche? ¡Una biblioteca entera fragmentada en la bahía! Nada, el orden del universo se quedaba allí, encerrado en su cuarto. Una idea que él consideró magistral tomó consistencia en su pensamiento. Esperó el anochecer. Esta vez su arrojo no tuvo límites. Sacó debajo del colchón de su cama la vieja máscara plateada, cortó la sábana, de antigua blancura, para hacerse una capa. Evadiendo las tenues luces de la bahía, se deslizó por los recovecos de las calles hasta llegar al muelle. Oteó hacia la penumbra de la balandra Isabel. Un negro chirrete salió de la boca desdentada del centinela. Ángel “La Muerte”  de un salto subió al barco. Con uno de los mecates que había en la proa estranguló al marino, lanzó el cadáver al fondo de la bodega. Pezluna en el cielomar. La bahía estaba en silencio, los habitantes dormían y soñaban con el Señor de los Gatos. Las crónicas de la bahía no señalan, no precisan cuantos viajes hizo esa noche Ángel “La Muerte” de su casa al muelle cargando fardos de libros. Lo que sí indican es lo que dijo el viejo marino que echaba las cartas en el banco de concreto. “Esa madrugadita, yo venía de jugar una partidita de truco en el bar de Vicente “El Tuerto” cuando vi a la balandra Isabel que se alejaba del muelle; luego, todo fue una inmensa llamarada.  

domingo, 14 de octubre de 2012

Equívoco en luna llena (II crónica)



¿Desde cuándo empezaron a llamarlo por ese nombre que lo emparentaba con uno de los más antiguos mitos de la noche y el horror? No lograba precisar una fecha, pero comenzó a recordar los posibles detalles que le originaron la angustia que en estos momentos estaba sufriendo. Tal vez sea por mi extrema flacura, pensó. Su alimentación era un alarde de rigor, pues consumía pequeñas raciones de pescado, vegetales y frutas. En cierta ocasión escuchó a su espalda que comía roedores y culebras. El vulgo tenía la lujuriosa obsesión de tejer fantasías en torno a las costumbres de los hombres solos. Hurgó con desesperación en su recuerdo buscando una hora feliz o un segundo revelador. En su memoria sólo encontró fragmentos de lecturas de Calmet, Stoker, Walpole, Maturin y otros. Recordó unas líneas de una frase que casi es un lugar común: Hay que buscar en la cotidianidad la razón de los hechos misteriosos. Quizás los elementos estaban frente a sus ojos y no podía verlos. Dio marcha atrás en el tiempo. Hizo una descarnada síntesis de sus fugaces incursiones en el puerto. Acaso los bahianos pensaban que no era normal dormir en el día y despertarse en ese momento que los árabes han llamado crepúsculo de la paloma. Se sentía incómodo bajo el sol, solía murmurar que su piel era demasiado sensible para los rayos solares y el día se le antojaba necio, chapucero y mostrenco; en cambio, durante la noche... ¿No es más perfecta la medianoche? Admiraba a las estrellas, amaba a la luna, se extasiaba imaginando al mar como una gelatina negra. ¿Había algo de raro en todo esto?, se preguntó. Un ligero temblor recorrió su cuerpo. Como un fogonazo le vino a su pensamiento el momento en que escuchó el nombre por el cual ahora lo llamaban. Probablemente ya tenían tiempo nombrándolo así, en sus sueños y murmuraciones. Nunca imaginó que ese hecho fuera alterar su descansada vida. Cuando algunos insomnes lo veían caminar por la calle principal del puerto, se santiguaban encomendando su alma a las fuerzas protectoras del más allá y cerraban presurosos sus ventanas. Hasta los perros aullaban al verlo pasar. Dicen que fue la noche del miércoles de ceniza, pero también pudo haber sido otra tan fantástica, como esa, cuando él llegó al bar de Vicente “El Tuerto”. El reloj de la iglesia marcó las once y cuarenta y cinco. En realidad, había pocas personas a esa hora en el local. Esa escasez de habituales fue más que suficiente para quedar bautizado con el nombre de un alado nocturno. Nadie en el bar pareció mover un párpado; sin embargo, la palidez se hizo presente con su magnifica carga de miedo en el rostro de cada uno de ellos. No tenía nada de extraordinario haberse presentado allí con una vieja y ordinaria capa de pirata para protegerse de la lluvia. Abrió los brazos en la penumbra del bar para sacudirse el agua. Todos gritaron al unísono:
“El Murciélago”
Él retrocedió asustado. Caminó atemorizado bajo la lluvia buscando un sitio donde guarecerse. Debajo de una ranchería, cerca del cementerio, aguardó a que acampara. Un porteño madrugador pasó cerca de allí y lo vio estirarse para alejar la pereza. Posteriormente, este hombre dijo que “El Murciélago” estaba acompañado de no sé cuantos espíritus escapados del infierno. De allí en adelante, su vida en el puerto fue un suplicio. Sus incursiones nocturnas a la bahía se hicieron cada vez más esporádicas, hasta el punto de no ir a pescar cuando su dieta le requería el consumo de pescado. A través de la única ventana de su pequeña casa de ladrillo, vio luces que avanzaban por la laguna de Los Mártires en dirección a su hogar. El lamento del viejo perro de la barraca le dio a la noche un aire de ultratumba. Aún estaba allí, contra su vieja costumbre, tendido en su cama. Negras amapolas sombreaban las cuencas de sus párpados cansados. Por la ventana penetró un poderoso rayo de luna llena. De pronto lo invadió un dolor tenue que lentamente fue aumentando en intensidad. Su cara estuvo a punto de estallar. Se revolcó furioso en el lecho. Sintió que sus colmillos crecían desmesuradamente. Como impulsado por una fuerza extraña, se levantó de la cama y corrió hacia la puerta y la abrió violentamente. Estaba en medio de un círculo de fuego. Chilló como una rata acorralada. Sus enormes colmillos destellaron rabiosamente con la luz de la luna. El círculo de fuego comenzó a moverse como una danza de la muerte. Miguel Straford, alias “El Murciélago”, saltó el círculo de fuego perdiéndose en el ojo ciego del tiempo. A lo lejos, el perro de la barraca volvió a quejarse acosado por ánimas en pena. Cuentan que al día siguiente Ramón Conoto, el pescador de las cosas terrestres, encontró a Miguel Straford flotando en el pozo San Pedro, obviamente, con una estaka atravesada, en el pecho.

sábado, 6 de octubre de 2012

El Caballero de la Garza Blanca (I crónica)


  
Una de las virtudes de las crónicas de la Maga Serveliana es que nos induce a evocar imágenes perdurables de la literatura y, hasta es posible, que alguna gastada metáfora, una sentencia marginal o un verbo descriptivo, que nos refiera a la cotidianidad, de repente adquieran una insospechada significación. Los lugares comunes están sedientos de nuevos significados. Sobre este punto, Mijaíl Bajtin observó que elementos de cultura pueden permanecer latentes durante un tiempo hasta que surjan condiciones favorables que permitan dar una interpretación a esos elementos de cultura. Raymond Williams, por su parte, habla de elementos de barbarie, los cuales son aspectos discursivos que van resemantizándose de acuerdo al campo cultural donde se mueven. Variantes semánticas. Todo es una inmensa red discursiva, ha dicho Foucault. No cabe duda que la Eneida proviene de ese diosario mítico que es la Ilíada. La Divina Comedia probablemente se origina a partir de imágenes que tienen sus raíces en el infierno popular y el tormento intelectual de la Edad Media (Jacq Le Goff en su libro El Nacimiento del Purgatorio analiza las ideas dominantes de ese entonces). Tal vez el caso más conocido de red discursiva sea el de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, cuya lectura nos estimula a explorar la ficción arturiana y la búsqueda del Santo Grial. Para construir su Ulyses, Joyce adaptó algunos elementos estructurales de la Odisea, circunstancia analizada por W. York Tindall en su guía para leer a Joyce. El sonido y la furia nos presenta el caso de Quentin Compson, quien tiene un parentesco lejano con Hamlet. ¿Acaso no eran la Biblia y las obras de Shakespeare los libros que más leía Faulkner? La historia y el producto de la cultura parecen gritarnos que sólo hay variaciones y el intérprete de esa cultura solo puede estar, como dijo Broch en su Muerte de Virgilio, entre el silencio y la palabra

La séptima y última crónica de la Maga Serveliana, con sus lagunas discursivas, su estilo de arcipreste, nos demuestra este hecho y acaso no sea más que una relación superficial de una circunstancia frívola vivida por Horacio Salmerón. Lo que vivió este personaje es la simple variación de un discurso imposible de abarcar en su totalidad por la mente humana. Quizás la crónica de la Maga Serveliana no tenga valor estético, pero tiene su vínculo en un cuerpo literario complejo y delirante que le permitirá vivir por siempre en la memoria de la humanidad.

En las primeras cinco páginas, Serveliana nos informa del naufragio de la goleta Proteus, cuyos restos quedaron petrificados en la rima de una décima costera. Curiosamente, en el inventario que hace Serveliana de los objetos recuperados aparecen tres baúles, de los cuales dos fueron abiertos en acto público. El contenido “fue desolador”, confiesa Serveliana, libros con gruesas cubiertas de color negro y la marca de un sello real español. Estos libracos contenían un universo de edictos, leyes y normas para ser aplicadas a las nuevas colonias americanas. Los antiguos bahianos, en un rapto de rebeldía, hicieron una pira a orillas del mar. Dos páginas después, la Maga Serveliana, anota que en la bahía hubo una actividad irreal, casi desesperada, en la búsqueda del tercer baúl que había desaparecido de manera misteriosa. El discurso de Serveliana rompe abruptamente con la relación temporal. ¿Es una intención de anular físicamente el tiempo? Tal vez la temporalidad no sea más que el recuerdo de otra edad cuyo principio vaga en los espacios oscuros del inconsciente. Serveliana no informa sobre el origen y la cotidianidad de Horacio Salmerón, pero en el segundo párrafo de la página nueve nos presenta al personaje leyendo a hurtadillas, en parajes costeros, alejados de la curiosidad humana. Señala que Horacio Salmerón era flaco (suponemos que por mucho trasnocho y pobre alimentación) de “profundas cuencas orbitales y años impredecibles”, pero la acotación de su porte gallardo nos hace pensar que era ágil y respetado por la gente. Sorpresivamente, al voltear la página encontramos a Horacio Salmerón convertido en El Caballero de la Garza Blanca. A lo largo de la crónica la Maga Serveliana no lo aclara y llegamos a suponer que el tercer baúl llegó a manos de Horacio Salmerón y que su contenido le produjo una prodigiosa transformación.

Narra la Maga Serveliana que Horacio Salmerón pasaba galopando por la calle principal de la bahía con una jauría mordiendo los cascos de un viejo rumiante que en una oportunidad salvó de la sarna y la indiferencia de los hombres. Nuestra narradora no se detiene a explicar el asombro que seguramente prodigó la figura de Horacio Salmerón en lomo de su jamelgo: capa negra, vara de caña brava pulida y con la punta afilada (lanza en ristre acota la jerga de caballería). Según la Maga Serveliana, Horacio Salmerón mostró el producto de una imaginación viciosa, de hojalata labró un casco y del caparazón de una tortuga un escudo. Una nota al pie de la página once Serveliana anota que en la memoria popular Horacio Salmerón fue recordado como el jinete sin cabeza.

Trabajo un poco al borde de la locura precisar y hacer una relación de los detalles que aporta la Maga Serveliana, para describir las aventuras épicas de El Caballero de la Garza Blanca. Bástenos hacer una apretada síntesis de su última aventura. Un mediodía de octubre Horacio Salmerón recorrió la calle principal del puerto con un galope furioso que hizo “recordar antiguos tambores de batallas.” Se internó en la costa. La hojalata brilló en su cabeza. Su galope lo condujo a los lados de Pedregales. En la penumbra de la tarde se le vio venir con la lanza rota, el escudo destrozado, sin casco de hojalata, encorvado y sangrando por boca y nariz; el animal cabizbajo, cojeando, con huellas de arañazos profundos. Serveliana señala que un bahiano dijo que El Caballero de la Garza Blanca había sido derrotado por El Caballero de la Garza Negra. Que también hubo otras hipótesis sobre este acontecimiento, no nos debe caber la menor duda, porque en un breve apéndice la cronista recoge un comentario de la plebe en donde se señala que a Horacio Salmerón se le escuchó murmurar en su delirio  que “El Señor de los Gatos me derrotó con sus felinos.” Pero en una docena de páginas más adelante, la Maga Serveliana insiste que El Señor de los Gatos aún estaba en los predios del sueño, que eran signos de su pronto despertar el hecho de que se vieran gatos por doquier y que el Caballero de la Garza Negra no fue más que una alucinación de un marino ahogado en alcohol.