¿Desde cuándo empezaron a llamarlo por ese nombre que lo emparentaba con uno de los más antiguos mitos de la noche y el horror? No lograba precisar una fecha, pero comenzó a recordar los posibles detalles que le originaron la angustia que en estos momentos estaba sufriendo. Tal vez sea por mi extrema flacura, pensó. Su alimentación era un alarde de rigor, pues consumía pequeñas raciones de pescado, vegetales y frutas. En cierta ocasión escuchó a su espalda que comía roedores y culebras. El vulgo tenía la lujuriosa obsesión de tejer fantasías en torno a las costumbres de los hombres solos. Hurgó con desesperación en su recuerdo buscando una hora feliz o un segundo revelador. En su memoria sólo encontró fragmentos de lecturas de Calmet, Stoker, Walpole, Maturin y otros. Recordó unas líneas de una frase que casi es un lugar común: Hay que buscar en la cotidianidad la razón de los hechos misteriosos. Quizás los elementos estaban frente a sus ojos y no podía verlos. Dio marcha atrás en el tiempo. Hizo una descarnada síntesis de sus fugaces incursiones en el puerto. Acaso los bahianos pensaban que no era normal dormir en el día y despertarse en ese momento que los árabes han llamado crepúsculo de la paloma. Se sentía incómodo bajo el sol, solía murmurar que su piel era demasiado sensible para los rayos solares y el día se le antojaba necio, chapucero y mostrenco; en cambio, durante la noche... ¿No es más perfecta la medianoche? Admiraba a las estrellas, amaba a la luna, se extasiaba imaginando al mar como una gelatina negra. ¿Había algo de raro en todo esto?, se preguntó. Un ligero temblor recorrió su cuerpo. Como un fogonazo le vino a su pensamiento el momento en que escuchó el nombre por el cual ahora lo llamaban. Probablemente ya tenían tiempo nombrándolo así, en sus sueños y murmuraciones. Nunca imaginó que ese hecho fuera alterar su descansada vida. Cuando algunos insomnes lo veían caminar por la calle principal del puerto, se santiguaban encomendando su alma a las fuerzas protectoras del más allá y cerraban presurosos sus ventanas. Hasta los perros aullaban al verlo pasar. Dicen que fue la noche del miércoles de ceniza, pero también pudo haber sido otra tan fantástica, como esa, cuando él llegó al bar de Vicente “El Tuerto”. El reloj de la iglesia marcó las once y cuarenta y cinco. En realidad, había pocas personas a esa hora en el local. Esa escasez de habituales fue más que suficiente para quedar bautizado con el nombre de un alado nocturno. Nadie en el bar pareció mover un párpado; sin embargo, la palidez se hizo presente con su magnifica carga de miedo en el rostro de cada uno de ellos. No tenía nada de extraordinario haberse presentado allí con una vieja y ordinaria capa de pirata para protegerse de la lluvia. Abrió los brazos en la penumbra del bar para sacudirse el agua. Todos gritaron al unísono:
“El Murciélago”
Él retrocedió asustado. Caminó atemorizado bajo la lluvia buscando un sitio donde guarecerse. Debajo de una ranchería, cerca del cementerio, aguardó a que acampara. Un porteño madrugador pasó cerca de allí y lo vio estirarse para alejar la pereza. Posteriormente, este hombre dijo que “El Murciélago” estaba acompañado de no sé cuantos espíritus escapados del infierno. De allí en adelante, su vida en el puerto fue un suplicio. Sus incursiones nocturnas a la bahía se hicieron cada vez más esporádicas, hasta el punto de no ir a pescar cuando su dieta le requería el consumo de pescado. A través de la única ventana de su pequeña casa de ladrillo, vio luces que avanzaban por la laguna de Los Mártires en dirección a su hogar. El lamento del viejo perro de la barraca le dio a la noche un aire de ultratumba. Aún estaba allí, contra su vieja costumbre, tendido en su cama. Negras amapolas sombreaban las cuencas de sus párpados cansados. Por la ventana penetró un poderoso rayo de luna llena. De pronto lo invadió un dolor tenue que lentamente fue aumentando en intensidad. Su cara estuvo a punto de estallar. Se revolcó furioso en el lecho. Sintió que sus colmillos crecían desmesuradamente. Como impulsado por una fuerza extraña, se levantó de la cama y corrió hacia la puerta y la abrió violentamente. Estaba en medio de un círculo de fuego. Chilló como una rata acorralada. Sus enormes colmillos destellaron rabiosamente con la luz de la luna. El círculo de fuego comenzó a moverse como una danza de la muerte. Miguel Straford, alias “El Murciélago”, saltó el círculo de fuego perdiéndose en el ojo ciego del tiempo. A lo lejos, el perro de la barraca volvió a quejarse acosado por ánimas en pena. Cuentan que al día siguiente Ramón Conoto, el pescador de las cosas terrestres, encontró a Miguel Straford flotando en el pozo San Pedro, obviamente, con una estaka atravesada, en el pecho.
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