domingo, 23 de diciembre de 2012

El lago




        El Capitán Sir Richard Francis Burton (1821–1890), para gloria de la lengua inglesa, tradujo directo del árabe Las mil noches y una noche; del sánscrito, el Kama sutra y, del portugués, Os Lusíadas, labor más que suficiente para asegurarle un lugar privilegiado en la cultura británica. El 27 de junio de 1857 se internó, en compañía del Capitán John Hanning Speke, por el oeste de África en busca de las regiones lacustres. En esa dramática incursión descubrió el lago Tanganika. A su homólogo le estaría reservada la gloria de encontrar el lago Victoria.

        De esa exploración alucinante por África, Burton da cuenta en The Lake Regions of Central Equatorial Africa (1859). Pero antes de escribir este libro y presentar su informe a la Royal Geographic Societey de Londres, sobre su hallazgo, dio un paseo por Cumbria, región montañosa de Inglaterra en donde se encuentra Lake District, lugar que tiene una importancia de primer orden en la historia de la literatura inglesa. Allí, a principios del siglo XIX, se reunían los poetas William Wordsworth (1770–1850), Samuel Taylor Coleridge (1770–1834) y Robert Southey (1774–1843); con el tiempo fueron conocidos con el nombre de los lakistas. En ese paraje de aguas líricas, alguien le contó a Burton un relato, cuyo argumento es la revelación del destino de dos hombres en sus anhelos por un lago. De nuevo en Londres, en una tarde de té con gente que no había ido más allá del Támesis, dejó entrever el nombre del cuento. Podría llamarse “El lago”, dijo con voz algo ronca mientras tomaba un sorbo de su taza de su té de Ceilán, esa lágrima de la India; pero a pesar de su conocimiento de veintinueve formas diferentes de hablar y escribir, no quiso (o no pudo) exponerlo en forma escrita. Un lector atento y apasionado por los libros de Jules Gabriel Verne o de ese traductor precoz de Horacio y Virgilio, como lo fue Henry Rider Haggard, puede rastrear en las páginas de Las montañas de la luna: en busca de las fuentes del Nilo (Valdemar, 1993), algún dato inesperado que pudiera darle una pista sobre el olvido (o fracaso) de Burton al intentar escribir una historia en tan solo diez páginas. Lo que sigue es producto de una lectura y de un film. De este último, persiste en mi memoria la escena en que una lanza le atravesó una mejilla a Burton. De la lectura, alguna metáfora, seguramente ya distorsionada por el irrecuperable ayer.

Después de una breve descripción del paisaje, Burton comenzó su relato así:

        El hombre daba la impresión de no haber caminado por un laberinto vegetal. Su pelo gris estaba impecable; su rostro y sus brazos no tenían ningún rasguño, ni una leve picadura de insecto, que pudieran sugerirnos otras conjeturas. Supongamos que se llamaba Gordon Phelps, pues en el relato que escuché los personajes no tenían nombres. Apenas quitó de su vista unas hojas anchas, miró un espacio abierto cuya vegetación no llegaba más allá de la mitad de sus pantorrillas. Dio varios pasos hacia adelante y respiró hondo, había algo en su aspecto que lo delataba como una persona presumida, dada a las transgresiones y que la desidia era uno de sus hábitos. Alzó la vista hacia al cielo y le llamó la atención unos pájaros de plumajes extravagantes volando, en pequeñas bandadas, hacia unos cincuenta metros de donde él estaba. Sería media mañana porque el sol ya estaba en el cenit. Caminó hacia la derecha unos siete metros, pero volvió sobre sus pasos, lo mismo hizo a la izquierda; no sabía qué hacer. Por un momento pensó en internarse de nuevo en el bosque y desandar la senda transitada, desechó esta idea porque no quería volver atrás, se sentía cansado. Destapó su cantimplora y tomó un poco de agua. Se dejó llevar por el instinto, sin rumbo fijo, a cada paso escuchaba el vuelo asustado de las aves que a esa hora procuraban su alimento. No había recorrido una veintena de metros cuando divisó un pequeño disco de agua. Tuvo la inquieta idea de que aquel círculo líquido era perfecto. Se acercó hasta el punto de pisar con sus botas uno de sus bordes, luego se agachó y confiado hundió su mano derecha en el agua… ella tenía la frialdad del hielo, la retiró rápido para secarla y darle calor con su otra mano. El hombre fijó el azul frío de su mirada en el centro de aquel plato acuático, tuvo la sensación de percibir una especie de ondulación suave en la superficie líquida, fue un segundo nada más, apenas perceptible para el ojo humano. No sin asombro, observó que una libélula en su vuelo rozó una, dos y hasta tres veces la superficie. Entonces caviló sobre lo frío del agua. Un insecto como aquella libélula no podía soportar tan baja temperatura. Con cierto temor estiró su mano derecha hacia el agua, de su muñeca pendía una medalla en forma de corazón; cuando logró tocar el agua, una pequeña ondulación le cubrió la mano, la sacó con premura. Para su sorpresa, el agua tenía una temperatura ambiente. Miró su mano mojada y se dio cuenta que faltaba la medalla. Sus ojos escudriñaron el fondo del agua en su perfecta quietud, creyó ver algo que brillaba, trató de introducir de nuevo su mano, mas tuvo que retirarla con rapidez porque el líquido hervía. Maravillado, dedujo que el agua podía cambiar de temperatura a su antojo. No le dio importancia a la pérdida de la medalla, ya compraría otra en una población cualquiera. Decidió quedarse en aquel lugar, había agua, la caza parecía abundante y podía levantar una carpa debajo de los árboles crecidos al borde del bosque.

        Al llegar la noche, Gordon ya tenía donde dormir: una lona sostenida con cuatro palos y paredes de arbustos arrancados al azar. Hizo una fogata, comió algo de carne seca y bebió varios tragos de un licor exageradamente dulce que guardaba con suma delicadeza. Observó brillantes jeroglíficos eléctricos en el cielo, escuchó el retumbar de truenos a lo lejos, como si la bóveda celeste estuviera cayéndose a pedazos. No era necesario ser adivino para saber que la lluvia caería de un momento a otro. Eso le preocupó. Efectivamente, en la madrugada Gordon no pensó en el Diluvio Universal, sino en un lugar alto donde salvar su vida. Bajo esa lluvia, anduvo en la oscuridad eludiendo a tientas los barriales que venían del bosque arrastrando animales muertos, árboles arrancados de raíz y piedras que parecían lanzadas por furiosos gigantes. Se sintió empujado por una corriente de agua, pero no con violencia, sino con suavidad. Tiempo después, esta vivencia lo llevó a recordar su infancia y aquellas pesadillas en donde veía a su padre arrastrando a su madre de los cabellos, por un pasillo sin fin y escuchaba el ruido que producía un manojo de llaves que le crispaba sus nervios y hacía orinarse sus pantalones. No supo cómo ni cuándo perdió el sentido, tal vez su último pensamiento fue imaginándose en un lugar oscuro y acuoso, flotando en un espacio sin gravedad. Es muy posible que fuera el vientre de su madre.

        Gordon abrió los ojos y de inmediato se dio cuenta del lugar en donde estaba. Era una cueva que no había visto cuando llegó a ese paraje. Miró junto a él sus pocos enseres colocados de manera ordenada, como si alguien los hubiera dispuesto así; se incorporó con dificultad y dio un paso vacilante hacia la claridad de la entrada. Por un instante, la luz del día le impidió mirar lo que tenía frente a sí, con dificultad sus pupilas se acostumbraron a los rayos del sol. A pocos metros había, no un pequeño círculo de agua, sino un lago. Dedujo que había caído mucha agua durante la noche. Por un momento, dudó si aquella formación lacustre se había originado en una sola noche…, y ¿quién le aseguraba cuanto tiempo había permanecido inconsciente en la cueva? Al dar varios pasos titubeantes en dirección al lago, miró como del  centro de éste comenzaron a surgir chorros que luego se transformaron en figuras, cuya duración en el aire eran de  segundos, después se deshacían en infinitas gotas. Asustado, vio una masa líquida que venía hacia él, lo tumbó y lo arrastró hacia el centro. Nadó hacia la orilla con desesperación, las olas que formaba el lago se lo impidieron con ondulaciones que lo deslizaban de un lado a otro; se sintió bien, reconfortado, su temor inicial había desaparecido. De nuevo nadó hacia la orilla, el lago esta vez lo dejó que se deslizara sobre su superficie. Gordon pensó que era ayudado a ejecutar sus movimientos. Una vez que pudo llegar a tierra se desvistió y se metió desnudo en el agua, notó que ésta tenía una temperatura ideal para el cuerpo humano. Creyó que estaba rejuvenecido, fuerte, vigoroso. El lago vibró en toda su extensión y desde su profundidad vino una melodía capaz de apaciguar a los animales más salvajes.

        Un día,  al declinar la tarde, Gordon logró capturar dos aves y un conejo, encendió una hoguera cerca de la entrada de la cueva y en ella procedió a cocinar la carne salvaje de su cacería. Comió con apetito y bebió su líquido dulce de la botella, lanzó las vísceras y los desperdicios al lago. Del lugar donde cayeron brotaron unas pequeñas burbujas que despidieron un levísimo olor a vegetales en descomposición. Le entró una especie de modorra, venciéndola un tanto, se dispuso a caminar; anduvo unos cinco pasos y empezó a sentirse fatigado. Regresó a la cueva y se acostó. Al cerrar los ojos escuchó de nuevo la música que procedía del lago. A media noche despertó, soñaba que estaba en el fondo del lago, sus piernas convertidas en una poderosa cola. Nadaba con agilidad y se refocilaba con otros de su especie. Con pesadez, levantó su humanidad envejecida y grasienta. Salió de la gruta y contempló una luna cubierta con escamas verdes. El lago estaba luminoso en medio de la oscuridad. Entró en pánico por segundos, luego pensó que el lago, al notar su presencia, cambiaba de temperatura y color a su antojo; agitaba su líquido, la atmósfera que lo circundaba adquiría un peso y un olor muy distinto a lo acostumbrado. Entonces, su mente concibió la idea de moldear el carácter del lago y utilizarlo para sus fines particulares, se dijo que en la mañana retomaría ese pensamiento.   

        Amaneció y el lago tenía una quietud difícil de expresar en palabras. En esa inmovilidad había algo sobrenatural, un aire irreal. Es posible que en su seno hubiera un ángel, una energía, un espíritu o como quiera que se llame, y eso hacía que se le percibiera un toque de misterio. Había nacido de una lágrima de Dios y su formación, in extenso, se debió al llanto de una legión de ángeles expulsados del reino de los cielos; de manera que, el lago, en esencia, era rebelde, sagrado y mítico. Señores, vamos a convenir que el espíritu del lago se llama Lymna, para no salirnos de la tradición. La presencia de Gordon producía en ella una serie de motivaciones que él no comprendía y quizás nunca llegó a estimar. Sin embargo, se detuvo a pensar en el extraño sosiego del lago. Colocado al borde de la orilla comenzó agitar los brazos de arriba abajo y hacia los lados como si fuera un director de orquesta, vio que el lago movía sus aguas en un rítmico vaivén. Caminó con paso torpe por la orilla y observó que el agua se movió en forma ondulada a la par con él. Gordon se quedó quieto y, pasado unos treinta segundos, intentó dar brincos que su carga de años lo impidieron; miró salir del lago globos de agua que hicieron piruetas en el espacio. Sacó de uno de sus bolsillos un cordel de pescar, buscó en el suelo una carnada y encontró un pequeño gusano, lo colocó en al anzuelo y lo lanzo al agua. Varios peces saltaron a la orilla, tal vez el lago le indicaba que era innecesario realizar esa pesca. Todavía lleno de incredulidad, retomó sus pensamientos de la tarde anterior. Meditó que podía utilizar el lago para sus fines personales. Dijo Espíritu del lago, eres mío, ¿me oyes? Eres mío mío… me obedecerás en todo y yo te haré feliz. Una vez articuladas estas palabras, desde el centro del lago salieron varios chorros que hacían pensar en un  ballet, no a Gordon, por supuesto, que tenía aire de ser poco culto para hacer esta clase de símil, aclaró Burton haciendo un alto para tomar un sorbo de su té. ¿Era una señal de aceptación del lago? Sólo los sucesos posteriores nos darán la respuesta. Ya no le quedó duda de que ejercía un dominio sobre Lymna, el espíritu del lago. Sus carcajadas gangosas de triunfo retumbaron entre las montañas y cuando ya no fueron más que imperceptibles ecos, en sus ojos hubo un destello que solo puede observarse en aquellos que suelen estar al servicio de la parte más oscura de su ser.

        Gordon Phelps comenzó a explotar el lago sin control. Primero cortó árboles con herramientas traídas de la villa más cercana, construyó un bote, luego un pequeño muelle donde solía amarrarlo y sentarse en las tardes a meditar íntimas formas de utilización del lago. Hubo una vez en que se aplicó a talar árboles del bosque y para ese fin trajo gente de las comarcas vecinas. El lago fue su depósito de madera, los materiales de desecho que se generaban de esa faena, los desperdicios de alimento y las excreciones humanas también eran lanzados al lago. Abandonó esa acción destructora para idear otros proyectos bárbaros que iniciaba con vehemencia y a la semana los dejaba a medio hacer. Un día se presentó con otro grupo de personas que lo ayudó a construir un canal de un riachuelo cercano, para traer agua al lago con la idea de que en éste se desarrollaran nuevas especies de peces. Ante este evento, Lymna no pudo hacer nada, se acostumbró a vivir contaminada de aguas sucias y oscuras. Su primer síntoma de enfermedad se le manifestó en un pequeño recodo del sector oeste, donde se alzaban dos pequeños promontorios que cuidaba con esmero. El lugar se había convertido en un lodazal que Gordon y sus compañeros usaban como vertedero de basura. Lymna parecía no tener conciencia de las humillaciones que le infringían, por cuanto siguió siendo fiel a este personaje. Gordon comenzó a permitir que la gente, conocida o no, abusaran del frágil ecosistema del lago. Un día llegaron dos hombre y tres mujeres, fueron a donde estaba él, luego de unos minutos de susurros entre ellos comieron, bailaron y tomaron alcohol. Gordon sólo tomó de su licor dulce. Ebrios se desnudaron para lanzarse al lago, pero antes de hacerlo, una de las mujeres caminó hacia el muelle, le habló a Lymna sobre la trascendencia de las emociones y el desprendimiento de los sentimientos, ya que esa era la verdadera demostración de amor que se le podía hacer a un hombre. Lymna, apenas escuchó las palabras de la mujer, tembló hasta en su más íntima simiente. No comprendía nada, no sabía a qué se debía y que fin perseguía ese mensaje. En su naturaleza estaba la necesidad de ayudar a una comunidad en su sustento y desarrollo, así que no le veía sentido a la escena de hombres y mujeres desnudos, agarrándose unos a los otros, ya en un punto de excitación; pero allí estaba su hombre y si él estimulaba esos actos, los aceptaba y participaba en ellos, algún beneficio debía reportarle a su vida. Se dejó llevar por las pulsiones de Gordon. Entonces Lymna fue más dócil todavía y aceptó en sus aguas aquellos extraños que se lanzaban miradas lascivas y manos ávidas por todos lados, sin importarles si se tropezaban o se acariciaban unos a los otros en sus búsquedas de placer. A partir de ese momento, las visitas de las personas en grupos se hicieron más frecuentes y más prolongadas. Una noche en que la luna despedía una luz lujuriosa, Gordon se presentó con un hombre al que presentó al lago como su mejor amigo. Lymna, ya degradada en su mundo interior, le pareció normal que su hombre se desnudara junto a su amigo y los dos tomados de las manos se hundieran en sus aguas apasionadas. El mejor amigo también fue poseedor de los íntimos privilegios que Lymna le prodigaba a su hombre. Un día, este amigo se marchó para siempre. Gordon se sintió mal, corrió hacia el lago y, en su desbocada carrera, se fue de bruces en el fango, allí dio varias vueltas, quedando cubierto de lodo, dando la imagen de una piltrafa humana. El que ha ido en contra de su naturaleza experimentará su vejez con tormento y su muerte será un acto de alivio, dijo Burton haciendo una especie de inciso en esta parte del relato. Continuó diciendo que Lymna todo lo hacía por Gordon; su felicidad, su salud y sus fantasías eran más importantes que sus aguas. Verlo satisfecho parecía ser la única razón de su existir y no le importaba que la hubiera humillado en su mítica esencia. Años de esas prácticas causaron daños irreversibles en la estructura profunda del lago. Desde su interior comenzó a expeler un olor fétido, sus aguas se volvieron verdes y muy pronto una vegetación contaminante le originó una profunda depresión. Lymna era víctima de su propia escogencia y ahora sufría las consecuencias de sus actos de selección y aceptación. A pesar de su intimidad degradada, seguía amorosa con Gordon, lo protegía cada vez que éste se aventuraba a sus aguas, a jugar entre sus limos, se esmeraba en complacerlo con las demandas que le hacía, por muy extrañas que fueran, y le proporcionaba los mejores peces, de los ínfimos que aún nadaban en sus dolientes aguas.

        Con el paso del tiempo, el lago comenzó a envejecer, su orilla empezó a crecer hacia adentro y sus aguas se redujeron de tal manera, que para llegar a tocarlas había que andar con cuidado en el lodo. Los animales que venían, durante el día o la noche, a saciar su sed se ahuyentaron de su ribera; ya no era seguro andar por sus dominios, pues corrían el peligro de morir envenenados por consumir agua contaminada o comer fango putrefacto. El muelle estaba abandonado y despedía un olor a sentina, casi insoportable.  El lago ya no era placentero para Gordon, sólo era objeto de intercambio, de negocio, le era indiferente y no le importaba quien abusara de él. Pero un día, todo pareció cambiar…

        Era agosto cuando apareció otro hombre por el lugar del lago. Era de rostro duro, cuyos ojos hacían pensar en tormentas espirituales, temporadas luciferinas y barcos ebrios. Amigos, imaginemos que responde al nombre de William Taylor. Gordon fue indiferente con él al mirarlo bordear, con pasos firmes, la orilla del lago, ya polvorienta por efecto del sol sobre el lodo. Lymna vivía suspendida en el tiempo, viendo su parte física enferma, deslucida, sintiendo pasar los días en su letargo de hastío. Vio pasar al extraño, hizo un gesto de indolencia, era natural que reprodujera la misma actitud de Gordon, pues los años de convivencia destructiva habían dejado su huella indeleble en su forma de ser; pensó en los años en que joven y victoriosa mostraba todo el esplendor de su energía y se postraba a los pies de él; había vivido para él, lo cuidó en sus momentos difíciles, le entregó su juventud estando él en los umbrales de la vejez, renunció a sus posibilidades de crecimiento sólo para que él no la abandonara, aceptó en su seno otros falsos profetas del placer para complacerlo, para que fuera feliz; pero ahora había algo en su yo íntimo que la llevaba a revelarse contra toda esos supuestos años felicísimos, cuya consecuencia era su condición actual. Hundida en su tristeza, Lymna añoró un sol amoroso, una vegetación con un verde brillante; muy dentro de sí lo que anhelaba era revivir, experimentar otras formas intensas de emoción, no sentirse acabada y abandonada, viendo como su cuerpo, ya amputado, empezaba a lucir una crónica costra negra que sus aguas lamían con dolor todos los días. Lymna vio que el forastero dio tres vueltas a su alrededor ensimismado en sus pensamientos, tuvo un estremecimiento de antipatía y no sabía por qué. Taylor se marchó cuando ya la tarde se había perdido en las sombras de la noche. Mientras esto sucedía, Gordon estaba sentado en la entrada de la cueva, quizás perdido en los vacíos de su memoria. Esa noche, Taylor alzó sus plegarias hacia el cielo, habló con las estrellas, imploró la gracia de la noche, invocó a la primavera y llenó su pensamiento de energía creadora. Apenas amaneció, ya estaba instalado en la orilla del lago. Gordon miró al recién llegado y no le dio importancia, pensó que era un alucinado, una persona con  actitudes de ermitaño, lo que hiciera no era asunto suyo. Fue hacia el lago y en el camino vio una lata oxidada y vacía a la que llenó de piedras, las lanzó una a una hacia el centro del lago, después le dieron ganas de orinar y, en vez de hacerlo junto a un matorral, lo hizo en la lata y después la arrojó a las aguas enfermas del lago; cerca de él vio un pedazo de madera de un árbol podrido, lo levantó y lo echó también al lago. Gordon era destructivo, venía haciendo esta rutina atroz desde hacía varios años: se levantaba en la mañana, horas después recogía cuanta porquería encontraba en su camino y la arrojaba al lago. ¿Qué había en el corazón de Gordon que trataba de esa forma al lago? ¿Cuáles eran sus pensamientos al ver que el lago moría lentamente? ¿Nunca llegó a pensar que el lago estaba enfermo debido a los eventos que le indujo a vivir? Y sobre todo, ¿cómo Lymna, el espíritu de lago, pudo soportar tanta humillación a su naturaleza? Taylor miró todo lo que hizo aquel hombre y muy dentro de sí, le dio asco, le provocó cortarle la yugular por infringir tanto maltrato al frágil ecosistema del lago.

        Después de haber permanecido media mañana sentado al margen del lago, Taylor se levantó y caminó alrededor de él, muy despacio inició una especie de trote lento y, ya pasada una hora, sus movimientos se habían convertido en una carrera de velocidad constante. Lymna, por curiosidad, comenzó a prestarle atención a ese hombre que le producía antipatía. Taylor se detuvo a orillas del lago respirando de forma acompasada, Lymna miró la figura reflejada en sus gruesas aguas, sintió una sensación rara en su núcleo. Al ver que alzaba los brazos como si tratara de ceñir algo, ni un átomo de su estructura se movió. Taylor pensó que esa agua estaba muerta. Pero de inmediato, dedujo que había un detalle en el lago que le hacía sospechar que, debajo de esa apariencia de decadencia física, había una energía que no concordaba con su soledad, con ese aspecto de sufrimiento y esa quietud de resignación. Se quitó sus botas y con pies descalzos entró en el agua oscura; en la medida que avanzaba, pensó que no era digno de hacer eso, pero un pequeño movimiento de esas aguas estancadas, era suficiente para aceptarlo. El lago fue cambiando de temperatura lentamente, pasó por todas las gradaciones de lo cálido hasta su punto de ebullición. Al saber que no podía soportar la alta temperatura del agua, Taylor salió de ella con rapidez. Se tendió boca arriba en el suelo polvoriento, donde no había ninguna señal de vida. Pensó que el lago lo rechazaba, pero enseguida cambió de opinión al sospechar que aquello era solo un enfado. Con la perseverancia de los convencidos, se levantó y se introdujo de nuevo en ese líquido calloso y mortecino. Lymna se revolvió furiosa en su profundidad, hizo un pequeño remolino con la fuerza suficiente para hundir a Taylor. Lo revolcó en su fondo y lo embadurnó de tal manera de fango que estuvo a punto de ahogarlo. Cuando Taylor sacó la cabeza a la superficie quiso nadar con rapidez, mas la pesadez de las aguas se lo impidió. Fatigado salió del lago y volvió a tumbarse boca arriba en la costa sin vida. No tuvo noción del tiempo que había pasado dentro del lago, miró hacia el horizonte y contempló la tarde con su ocaso de nubes rojas y doradas que agonizaba entre las poderosas hijas de la noche. Pensó en el lago con intensidad, le dolió las imágenes que de él tenía. Dirigió la mirada hacia la entrada de la cueva donde estaba Gordon, el amo y señor del lago, engullendo cantidades de comida con desesperación y dejando un reguero de migas a su alrededor. Por primera vez se dio cuenta de la panza de su vecino. Él, por su parte, no comería ni dormiría esa noche, se quedaría a orillas del lago, velaría su sueño, su respiración y sus latidos, no le importaba su hostilidad. Volvió a mirar el ocaso, entonces comprendió que éste era un símbolo de una etapa que moría lentamente en lo más íntimo del lago.

        Apenas llegó la noche, Gordon se fue a dormir, no sin antes haber comido una tanda de bocadillos y de tomar varios tragos de su bebida dulce. ¡Qué le importaba el lago! En esta etapa de su existencia, solo vivía para su estómago y alguna que otra conversación con los esporádicos caminantes que a veces hacían un alto para descansar y contemplar la decrepitud del lago. Siempre que se reunía con esa gente hablaba de sus lejanas andanzas mujeriles, como si viviera en el pasado y ese tiempo vivido fuera lo más importante de su historia personal. Al quedarse solo, parecía estar perdido en los vericuetos de su memoria, por momentos tenía gestos de inquietud que daban la impresión de ser acosado por los fantasmas de las vidas lastimadas que dejó a su paso. En las mañanas le costaba levantarse y, después de un gran esfuerzo, salía a la puerta de la cueva y miraba al lago, a ese lago que descubrió siendo apenas un manantial de altísima pureza, al que había moldeado a su antojo, al que ayudó a que le imputaran un pedazo de su geografía, ese lago que le había dado un segundo aire a su vida y aceptado tanta sordidez para apaciguar los demonios de su mente. En nada había contribuido a mantenerlo limpio, cristalino y en sus márgenes crecieran las flores, los frutos; que fuera oasis de alegría y paz, ejemplo de la naturaleza y que la memoria de los hombres lo recordaran como un prodigio de Dios.

        Por su parte, William Taylor, contempló la luna, cuya claridad le daba al lago un aire sombrío. ¿Tanto era su dolor? Cuando los sonidos de la noche estaban en su máxima expresión, se despojó de su ropa y comenzó danzar frente al lago. Sus movimientos fueron manifestaciones de su alma, hubo un momento en que sólo escuchó el ritmo de su corazón y su cuerpo respondió a esa cadencia visceral para integrarse a la armonía del universo, tal como lo había aprendido en antiguos libros. Lymna seguía indiferente en su esencia, nada la conmovía y nada la hacía salir de su letargo espectral. Taylor acompañó su danza con gritos primarios arrancados de las partes más recónditas de su humanidad. En la plenitud de su éxtasis comenzó a caer, sin violencia, un fino, suave e incesante aguacero. Era una especie de lluvia de oro que sólo caía en el perímetro del lago. Esas lágrimas celestes aturdieron su superficie llevándolo a dislocar su forma de estar en el mundo. Su centro hirvió con desesperación. El líquido oscuro y contaminado fue desplazado por el de la lluvia, siendo absorbido por la tierra para purificarlo y enviarlo a los ríos o al reino de los mares. Llovió toda la noche.

        Lymna, apenas percibió el calor del sol, sintió que había renacido, que era otra y que dentro de sus entrañas había una eclosión de primaveras, las cuales hacía mucho tiempo había dado por marchitas, casi muertas. El mal olor de sus aguas había desaparecido, volvió a recuperar sus antiguos márgenes, su líquido oscuro y encallecido ya no estaba, ahora era transparente y puro. Había llegado nuevamente la alegría a su existencia y un nuevo horizonte se vislumbraba en su ser. Taylor yacía flotando boca arriba, con los brazos extendidos, en la superficie del lago. Estaba exhausto. Con breves ondulaciones Lymna lo meció y se estremeció al saber que Taylor había logrado despertarla de su letargo crónico, lo hundió en sus profundidades, allí lo envolvió en  limos azules; entonces, Lymna lo abrazó con sus aguas purificadas y lo incorporó a su esencia. Entró en éxtasis y en su embriaguez contempló los colores que se despliegan en los amaneceres del universo. Nunca antes se había sentido así, todas esas sensaciones eran diferentes y le hacían pensar en un mañana sin las humillaciones a las que la había acostumbrado Gordon. Con lentitud amorosa le quitó el limo que cubría el cuerpo de Taylor, con suaves olas lo devolvió a la superficie y lo llevó a la orilla; éste, al despertar, tuvo la sensación de haber regresado de una travesía por una región remota; se levantó y vio con satisfacción que el lago había renacido en todo el sentido de la palabra. La danza a la luz de la luna, sus gritos primarios y la lluvia del cielo, habían hecho el prodigio; pero de inmediato pensó que el verdadero milagro no era haber logrado el renacer del lago, sino que se mantuviera así hasta el final de su tiempo. Ese era el trabajo más arduo, que necesitaba una dosis extra de inteligencia y paciencia; por hoy, iría a descansar. Camino hacia su tienda, se encontró con su vecino, se saludaron con una tenue cordialidad y palabras casi ininteligibles. Gordon le dijo en voz baja que podría revolcarse en el lago, que no le importaba, que no sentía celos; pero que el lago seguía siendo de él. Taylor no respondió porque en el corazón del lago había sembrado la verdadera semilla del amor.

        Al final de la tarde, Taylor volvió al lago, éste estaba tranquilo, sus aguas en la superficie se veían brillantes, llenas de vida. Lymna al notar su presencia lanzó chorros de aguas hacia arriba y hacia los lados, pero ya no con el desbocamiento juvenil de otra época, sino con el acompasado ritmo que da la experiencia de los que han sufrido. Ahora su espectáculo era un canto de vida y esperanza, una canción de primavera en otoño. Lymna se sintió dichosa con Taylor. En el transcurso de su homenaje a éste, se acordó de Gordon, se revolvió furiosa en su elemento, luego regresó a su antigua quietud de hielo. Años de una coexistencia, motivada por una complicidad temeraria, no podían olvidarse así nada más. Su nuevo hombre lo sabía, caminó hacia la selva y como dos horas después volvió con polvos de metales preciosos, esencias de flores y otros elementos difíciles de clasificar. Con la delicadeza de los que saben lo que están haciendo, los espolvoreó en el lago y de su boca salieron salmos de alabanza y gloria. Lymna observó lo que Taylor hizo y le pareció ridículo. Elevó la temperatura de sus aguas hasta el extremo de emanar humo, pero ahora este humo tenía fragancias agradables a los sentidos. Taylor comprendió que debía alejarse del lago en ese instante. Ya en su tienda, vio a Gordon dirigirse al lugar que él acababa de dejar…

        Frente al lago, con las manos en los bolsillos, Gordon, comenzó a susurrar como una serpiente Mi lago mi laguito quiero ver otros cuerpos en tus aguas en tus orillas para que disfrutemos una vez más nuestros encuentros con otros que tanto nos hicieron felices… confía en mi… vamos hacerlo de nuevo. Lymna se revolvió inquieta, recordó los primero años al lado de él, cuando apenas era una lágrima virgen creada por la gracia del Dios; cuando dejó sus incipientes abriles estaba ávida de crecer, soñar y amar, la impresión que le causó cuando lo conoció, luego aquellas insistencias en departir y compartir de manera íntima con gente conocida y desconocida también, la lenta metamorfosis interior que había experimentado a lo largo de los años, la decadencia de sus aguas, de sus riberas, la ausencias de los animales del bosque que venían a calmar su sed en su agua dulce, el lodo que había nacido en su costa, como un cáncer, originado por los desmanes que habían cometido los invitados escogidos por él, el limo de su fondo casi podrido por la acumulación de desechos tóxicos, la amputación de la cual fue objeto, los peces que se fueron muriendo en la medida que sus aguas se volvían oscuras, el hedor fétido que emanaba de sus entrañas por la descomposición de su entorno, los momentos de felicidad al lado de él, pero ¿a costa de qué? ¿Cuál fue el precio? Y ahora… Taylor que me cuida, que me ha purificado, que me dio una nueva posibilidad de vida, que me ha enseñado a renacer, apasionado, celoso de su integración con mi esencia, que me mantendrá limpia y no permitirá que nadie venga a contaminarme… Ah, él, que tiene ese no se qué que absorbe y hace estremecer mis aguas. En cuanto al hombre de mi vida, o mejor dicho al hombre con el que he estado gran parte de mi vida… No, no accederé jamás a sus demandas… ya no más ¡basta! Esperaré a que la naturaleza tome la palabra y el dios de las aguas me marque la pauta para seguir adelante en este meridiano de mi existencia.  

        En esa tarde londinense, cuando el Capitán Sir Richard Burton, contó esta historia, había un hombre que tosía de vez en cuando y en su rostro se le veían los estragos de una enfermedad pulmonar. Alguien le dijo Oye Stevenson ¿es verdad que mañana te marchas para California? El aludido era nada más y nada menos que el autor de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, no respondió, pero tomó aire para decir: Un amigo mío que conoció a Herman Melville, escuchó de boca de éste que en los Mares del Sur hay una historia semejante a la del lago, con la variante de que al final, el personaje parecido a Gordon, una mañana ya no pudo levantarse, su cuerpo era una masa pesada en lenta descomposición. Al parecer, los tormentos fueron cada días más insoportables; pasó cincuenta y dos días, con sus noches, en agonía atroz. La conducta destructiva de Gordon fue cobrada de manera despiadada por las leyes divinas. Durante las noches se le oía gritar pidiendo perdón. Un día amaneció muerto, en su rostro estaban las huellas de su sufrimiento. Un ermitaño de paso vio el cadáver y le prendió fuego, no lanzó las cenizas al lago, las dejó para que el viento las disolviera en el aire. Curiosamente, el personaje que podría ser Taylor, no aparece al final de esta variante del cuento oralizado por el Señor Burton. Una vez le conté esta historia a mi amigo Mark Twain, se quedó pensativo por un minuto, luego me dijo que probablemente el alma de Gordon había sido enviada al Segundo Círculo del Infierno de Dante. Minos, quizás, lo castigó a ser esclavo de los otros condenados.   

         

     

3 comentarios:

  1. Gordon es un personaje siniestro que sólo ha pensado en su ego personal sin detenerse a pensar en las consecuencias que le ha generado al lago y su entorno. Ese lago que una vez le aplacó su sed, sólo pudo ser rescatado por un personaje con conciencia ecológica. La gran lección de este relato es que el espíritu del Lago se ha revelado contra el poder destructor de Gordon y ha podido renacer en su esencia de ser nuevamente un milagro de la naturaleza. Gracias al autor por darnos este tipo de relato. Felicitaciones

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  2. Son ciclos, ciclos que van y vienen, ciclos necesarios, ciclos como todo en esta vida. Lo bueno y lo malo, lo malo y lo bueno, lo necesario, lo justo y lo injusto…. La vida.

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  3. El agua como elemento natural fue colocado por el Creador para beneficio del hombre. Este relato de corte ambientalista nos recuerda el ciclo del ave fénix que renace de sus cenizas.
    Tras la explicación de Rodríguez subyace la posibilidad de la recuperación de traumas de relaciones torcidas. El relato muestra la conquista de Lymna por dos seres antagónicos, Gordon Phelps el aventurero pervertido que incursiona el laberinto natural como aquel minotauro cretense y William Taylor el alquimista que tras observar el decadente estado de Lymna logra el milagro de su recuperación.
    Se observa en el relato que la lluvia y el lago conspiran con los contrincantes para que pasen por momentos de sometimiento y dominio en su relación con Lymna, así como son las relaciones de enamorados donde hay aromas y sonidos únicos e irrepetibles. Cuando el efecto de las hormonas pasa, viene el deseo egoísta de amoldar al otro y que dependiendo del interés o la ignorancia se crea un círculo de acción positivo o negativo. En nuestro caso vemos un amor transformado en vicio y perversión durante la etapa Phelps (desprendimiento de sentimientos en función de complacencias íntimas fuera del canon moral) representada con imágenes de depredación, degradación y contaminación del medio ambiente en aras del desarrollo urbanístico.
    Nos enseña este relato una vez más que el mundo está regido por la ley de causa y efecto; el hombre tiene el privilegio de elección del bien y mal en cualquier momento y lugar, por lo que es mejor tomarse un instante de reflexión ante cualquier decisión porque el hombre se hace prisionero luego de sus deseos.
    Sin embargo no todo está perdido aparece un salvador, a pesar que no se nos asoma que Lymna lo solicite. Al principio ella rechaza a Taylor, ha tocado fondo y no hace sino dar vueltas sobre su eje en relación a su situación. Taylor pide ayuda divina porque ha nacido atracción y deseo; luego efectúa un ritual bajo el influjo lunar que dispara el proceso de recuperación de Lymna. La combinación de alquimia y oración conduce al milagro de la purificación; hay en la etapa Taylor la demostración del equilibrio universal entre bondad y el rigor. Después de una caída hay siempre una elevación generalmente para llegar a un nivel superior porque es necesario seguir corrigiendo para seguir aprendiendo; cada espacio e instante entre una hoja de hojaldre y otra de nuestra vida, debe estar conectado con las experiencias de nuestro viaje que han dejado aprendizaje.
    La dualidad del hombre y la naturaleza está siempre presente porque así fue desde la noche de los tiempos. Relatos como estos nos recuerdan que el egoísmo no conduce sino a ganancias temporales que no llenan la vida interior; desmedirse en las relaciones no trae más que una carga espiritual con mayor peso y fuerza que la que pueda percibir y soportar la carne. El agua es figura de vida desde muchos puntos de vista y por eso es un bien preciado que debemos aprovechar con raciocinio, control y visión porque siempre va a estar ahí para servicio del humanidad.

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