viernes, 29 de julio de 2011

El ejecutor


 
 El viejo poeta murmuró entre dientes los restos intraducibles de una antigua elegía irlandesa. Espadas, sangre y magia eran los espacios semánticos que aún perduraban en las gastadas rimas. Como suele suceder siempre en las ficciones, un personaje hace acto de presencia en el retiro de otro personaje. El visitante sabe que el viejo poeta está consagrado a elaborar una épica cuyos elementos son el tiempo, la trinidad y el trópico. El viejo poeta observó al visitante en el umbral de la puerta. Sus cansados ojos recorrieron las líneas duras del rostro hasta detenerse en la media luna que ofendía el pómulo derecho del recién llegado. El visitante sabía que el viejo poeta estaba recordando que inicialmente había sido un simple ejercicio del intelecto, después, con el devenir de la existencia, se convirtió en una pesadilla: Razonar, deducir, teorizar, imaginar. Analizar cada fragmento de los hechos era un duelo entre la sensibilidad del espíritu y la lógica del pensamiento; Poe lo vivió de manera feroz. ¿Qué variante de los enigmas policíacos podrían interesarle al viejo poeta, ahora que vivía alejado de las ciudades y los placeres? El hombre de la media luna avanzó hacia el viejo poeta, al mismo tiempo que decía “Hoy la pesca fue mala, hay restos de naufragio en la red. ¿Se acuerda del caso Deep Death? Convirtió a San Francisco en el lugar más peligros del mundo. Sólo una imaginación febril como la suya pudo dar con el asesino. Lo más triste de todo fue que, resuelto el caso, el crédito lo tuvo ese agente de  segunda categoría de la Pinkerton. Claro, quien iba a creer que un poeta sudamericano, y para no romper con la usanza, acompañado con un joven mestizo, había resuelto un caso que estaba destinado a enriquecer los anales de la literatura policial de Norte América, Inglaterra y Francia”. El viejo poeta miró hacia el mar. Era un día caluroso y gris de agosto. Prosiguió el visitante “Perdone que recurra a la memoria, pero no conozco otra forma de integrarme a la tradición. En el barrio trece, a pocas cuadras de la rue Saint Michel, en la casa de Lebrum o Mambrú, no recuerdo ahora el nombre con exactitud, usted resolvió el caso de La Noire Poupée, un clásico que no tenía nada que envidiarle al misterio del cuarto cerrado. La prensa convirtió al suceso en casi una novela por entregas. Recuerde, las reseñas indicaron que las deducciones de la investigación estuvieron a la altura de un Dupin, Holmes, Brown, Maigret. Otra vez la misma historia, quedamos en la sombra. Monsieur Delvaux, un detective ramplón de la Sureté, ganó dinero y prestigio con este caso resuelto por usted.” Por un momento el viejo poeta pareció sonreír. Su voz quebrada por la nostalgia se escuchó profunda. “¿Cómo dice ese poema de Baudelaire que leímos tantas veces en nuestra travesía por el canal de la Mancha, cuando íbamos rumbo a Inglaterra y que nos hacía recordar el poder devastador del trópico sobre el hombre y la naturaleza?” El visitante recitó con voz lenta, como si arrastrara las palabras: “Le soleil rayonnait sur cette pourriture / come afin de la cuire á point. C’est le poem Une Charogne, poeta. ¡Ah! Y no olvide lo de Inglaterra, eso fue de antología. Los sucesos no ocurrieron en Liverpool, ni en Londres, tampoco en Norfolk; sino allí, en el mismo pueblito que vio nacer al bardo, en Stratford – Upon – Avon. La escenografía no pudo ser mejor: El asesinato, el castillo con aire tenebroso, el policía de la Scotland Yard, la incomparable tradición sajona de crímenes, intriga y teatro. Y usted allí, de manera increíble, desentrañando un laberinto de odio, venganza y muerte en la pérfida Albión. ¿Cuál era el nombre del asesino que hizo estremecer los cimientos de la alta sociedad británica de entonces?” Etéreo, casi una sombra el viejo poeta dijo “Fue un actor mediocre que se hacía llamar Lord Strawberry, Rossberry o Quesenberry, da lo mismo; los británicos lo confundieron con un noble que estuvo involucrado en el proceso de Wilde.” El hombre del umbral respiró profundamente, encendió un cigarro y de uno de los bolsillos del pantalón sacó una carterita de licor. El trago arrancó un fulgor de sus ojos. Los labios duros chuparon con furia el cigarro. Todavía con el humo en los pulmones dijo “El caso se llamó Phantom’s Blood. ¿Recuerda usted el graffiti que apareció en la pared del Pub de la Bond Street?” Con la vista perdida en el horizonte el viejo poeta contestó “Thank Parodi, Holmes.” Desde muy lejos vino un olor a mar muerto, a muelle abandonado. “Algún renegado inglés, admirador de Borges, que sin duda leyó las crónicas de Bustos Domecq. De todas maneras, los coleccionistas de graffiti extendieron sus investigaciones hasta Italia, pues nunca imaginaron que Parodi era un carnicero preso en una cárcel de un arrabal sudamericano”, dijo el visitante. “Hubo una variante increíble”, expresó el viejo poeta siempre mirando al mar. “Sí, fue aquella tarde del té, a la five o’clock, of course. Alguien conocedor de las posibilidades de la inteligencia americana, nos dijo, como una confidencia, que Alfonso Reyes, versionador insigne de Chesterton, pasó por Stratford-Upon-Avon y al enterarse del caso, escribió el graffiti. Pero el único Holmes Parodi es usted, un sudamericano de infinitas máscaras que siempre está deduciendo, razonando, imaginando en la sombra o fantaseando en al alba; no dejándole al asesino la posibilidad de demostrar esa teoría de Quincey que considera el asesinato como una de las bellas artes. Por eso poeta, usted imagina y deduce que ahora está en su casa de la bahía, mirando hacia el mar y luego me ve llegar, hablar y decir todas esas cosas y no sabe, no puede saberlo, que allí, en la entrada están Fu-Manchú, Muriarty y otros personajes no menos célebres, pidiendo a grito su cabeza. Este es el infierno, poeta. Yo soy el ejecutor.


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