¿Cuántas veces, ardiendo en mi sangre,
he subido y bajado por su escalera de Jacob
hacia la ciudad de Luz?
Evoco noches anteriores, ellas han dejado
una atmósfera que gravita alrededor
de mi corazón, siento su amoroso peso,
su aire irreal, sé que en su centro
nacen relámpagos, huracanes y una delicada
garúa que cura las heridas más crueles del alma.
Frente a su entrada me acordé de esos
cuentos nórdicos, en donde pasamos
de un predio a otro y nunca sabemos
si estamos en nuestro contexto o en uno paralelo.
El roce de la madera y el metal me llenó
de vibraciones, el ritmo de mi pulso quiso
sentir el latido de sus venas,
el sonido de las llaves me llenó de fantasía.
Ella aparece y su rostro parece salido
de un camafeo, dulce y misterioso,
cálido y luminoso, sus ojos
eran como luceros en una gloriosa
tarde de ofrenda.
Esa noche el vino me recordó
un poema de Pessoa
y las negras aceitunas me hundieron de forma
imperecedera en sus ancestrales raíces.
La sentí enamorada e infinita,
sus gestos tenían la ternura de los ángeles
y sus besos eran los besos de una diosa poseída
por el espíritu de la alegría y las ansias de vivir.
Yo busqué su regazo para percibir
el secreto movimiento
de su alma, mariposa quemándose
en el fuego de sus entrañas.
Mis dedos rozaron la piel
de sus salvajes caderas
y con un certero vuelo de águila en acecho
tuve en mi mano el ave de paraíso que canta
todas las teorías del amor,
inquieta avecilla latiendo
a íntimas revoluciones por segundo y,
a cada contacto con su vértice,
se producía un temblor en todo su cuerpo
como si el universo entero entrara
en conmoción. Fuimos más allá
del alfa y omega en esta embriaguez
De sus emociones, sus caricias llegaban
Igual que incesantes ondas queriéndome llevar
A la unidad perfecta del ser y no ser.
Lúcida noche de imágenes primordiales...
cerodriguezs@hotmail.com
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